lunes, 24 de mayo de 2010

¡Escucha yanqui!

Escucha, yanqui:
Tú, que solo amas escuchar
la sinfonía del dinero,
el tableteo de tus metrallas
y la explosión de los pueblos-piñatas
bajo el Gran Garrote de tu ciega ambición;
Escucha, yanqui:
tú, que eres sordo a las cataratas de lágrimas
de los pueblos que subyugas,
y que con tu sed de petróleo ajeno
y de sangre proletaria y planetaria
pretendes ignorar la sed de justicia popular,
debes saber que tu petróleo usurpado
se tornará inflamable en tus cofres insaciables,
en tus bancos y consorcios depredadores y rapaces.
Escucha, yanqui:
tú, que crees que escribir LIBERTAD
con la mano izquierda y sin tu permiso
es violar el derecho humano de escribir,
debes saber que ya los pueblos desengañados
no creen en los perros guardianes de tus tribunas falsimedias
ni confían en los perros pastores de tus púlpitos de Judas,
ni temen a tus jaurías marciales de sicarios y mercenarios.
Escucha, yanqui:
tú, que haces tu siesta ahíto de obreros y labriegos
y que oculto en tus garitos o en tus bosques de arsenales
asedias nuestros arados y surcos fecundos
solo porque son trincheras contra el hambre globalizada
debes saber que de una a otra esquina del planeta
hay obreros y labriegos combativos y coléricos
que armados hasta los dientes de verdades prohibidas
ponen los puntos sobre las íes a tus mezquinos evangelios.
Escucha yanqui,
debes saber que en tu planeta privatizado
crecen silvestres las viudas y los huérfanos,
los jóvenes precoces, los ancianos juveniles,
y las mujeres verticales,
victimas de tu vandalismo y tu rapiña infinita,
que hastiados ya de sufrir tu caridad agiotista
llaman las cosas por su nombre libre
clamando justicia a grito herido,
clamando revancha a grito colectivo.
Es tiempo que sepas, yanqui aleve,
que ya no tendrás treguas de paz,
ni tiempos de victorias impunes,
ni de trincheras inmunes,
que nada podrán tus misiles genocidas
contra las conciencias blindadas de coraje;
¡que ya se acerca la aurora de los pueblos
con despertar de disparos deslumbrantes,
con pólvora de corazones indignados!
Escucha, yanqui:
¡Debes saber que de las tumbas de nuestros héroes
que murieron de tus balas sembradas en la espalda,
retoñan clarines del grito de revancha!
Debes saber que en tus anónimas prisiones tenebrosas
hay reclusos libres de tu "libertad", clarividentes del mañana
que con laboriosas esperanzas y cóleras volcánicas
socavan tus prisiones y pedestales, palpitando sus furias telúricas,
desafiando tus guardianes, tus diluvios de metrallas y misiles!
Escucha, yanqui, tahúr de la mentira y la emboscada:
debes saber que aunque hoy sonrías triunfal
tras tu careta compungida o paternal,
mañana no encontrarás tierra de exilio
para tu vergüenza universal!
Escucha yanqui, es hora de hacer tu mea culpa:
tú te hiciste el juez, el gendarme, el verdugo del mundo,
y mañana el mundo liberado te juzgará y condenará!
En tu terrorista omnipotencia te creíste Dios,
te fingiste el redentor del universo por ti usurpado…
y ya por falso y por artero… ya mereces ser crucificado!

viernes, 21 de mayo de 2010

El laberinto del trabajador

El laberinto del trabajador

En el mundo capitalista el trabajador ha sido reducido a una parcela, a una casilla, a un núcleo invisible donde él se encuentra sólo, desarmado; ha sido despojado hasta de su conciencia para asumir el camino (y el derecho) de rebelión. “No he nacido para ser una máquina de escribir ni una calculadora…Le agradezco que tenga la energía necesaria para despedirme y le ruego que piense de mí lo que le plazca…En sus oficinas, de las que tanto bombo se hace, en las que tantos quisieran trabajar, no se habla nunca de cómo evoluciona un hombre joven. Me importa un rábano gozar de la ventaja que supone un sueldo mensual fijo. Sería una forma de decaer, de embrutecerme, de acobardarme, de anquilosarme. Le sorprenderá oírme usar expresiones semejantes, pero tendrá que admitir que estoy diciendo la verdad pura y simple”. Tal verdad, dicha con la humildad de que quien ha decidido jugarse la sobrevivencia para obtener la vida o la nada, forma parte de uno de los diálogos de la novela Los hermanos Tanner (1907) de Robert Walser (Suiza, 1878-1956). Y, por muy paradójico que resulte (sobre todo si creemos que el capitalismo ofrece avances laborales), tal verdad sería muy difícil que un trabajador de los comienzos del siglo XXI se atreviera a decírsela a su jefe.

El trabajador real de hoy es un ser mucho más (progresivamente) pasivo que el trabajador ficticio de Walser. No obstante, más allá de la propuesta de ficción literaria (pues la política y la economía nos imponen ficciones), cierto es que a partir de la década del 80 del siglo XX se aceleró el proceso de desmontaje de la conciencia crítica del trabajador. Observando el panorama mundial, incluso, con mayor fuerza, hoy, en los llamados países del primer mundo, pareciera que vamos camino a entregar, en paz, los logros que en otros momentos históricos costaron sangre. El colectivo ha sido desmembrado; el individuo ha sido paralizado, en mente y acción. El letargo generalizado es tal que no se perciben muchas señales de vida.

El capitalismo, en su carrera veloz hacia el desastre (recuerden que al monstruo en algún momento le estallará el estómago), impuso la pregunta y la respuesta de la sobrevivencia: entre la dignidad y la familia siempre vence el miedo. Y todo parece indicar que muchos, por miedo, están dispuestos a formar parte del ejército idiotizado (y masivo) de las grandes corporaciones a cambio de captar un poco de vida (la vida que no era vida). Cualquier nuevo intento que se pretenda impulsar para liberar al trabajador del siglo XXI, deberá estudiar (a fondo) la estructura de la tragedia invisible que hoy padecemos. El individuo ya no deposita su fe ni en la religión ni en la política; ahora, por sobrevivencia, la única fe permitida es la de la economía (el fundamentalismo económico). Y ante esa ley difícil será que un trabajador se atreva a levantar la voz contra el laberinto donde le han encerrado su existencia. Habrá que contar con los trabajadores que, ante la miserable pregunta, puedan responder que defienden por igual la dignidad, la familia y el mundo.
Edgar Borges

jueves, 20 de mayo de 2010

El factor dios

El factor dios

En algún lugar de la India. Una fila de piezas de artillería en posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre. En primer plano de la fotografía, un oficial británico levanta la espada y va a dar orden de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los disparos, pero hasta la más obtusa de las imaginaciones podrá 'ver' cabezas y troncos dispersos por el campo de tiro, restos sanguinolentos, vísceras, miembros amputados. Los hombres eran rebeldes. En algún lugar de Angola. Dos soldados portugueses levantan por los brazos a un negro que quizá no esté muerto, otro soldado empuña un machete y se prepara para separar la cabeza del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una segunda fotografía, la cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un palo, y los soldados se ríen. El negro era un guerrillero. En algún lugar de Israel. Mientras algunos soldados israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar le parte a martillazos los huesos de la mano derecha. El palestino había tirado piedras. Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones comerciales norteamericanos, secuestrados por terroristas relacionados con el integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa daños enormes en el edificio del Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos. Los muertos, enterrados entre los escombros, reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan por millares.
Las fotografías de India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las víctimas se nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la agónica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al principio, un episodio repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográfica más, realmente arrebatadora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de efectos especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes aplastadas, de huesos triturados, de mierda. El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena, de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáveres como si se tratase de basura. Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una inteligencia y a un sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir. Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel. Durante siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los talibán, una organización terrorista dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso connubio pactado entre la Religión y el Estado contra la libertad de conciencia y contra el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa.
Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia. Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el `factor Dios´, ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un dios, sino el `factor Dios´ el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el `factor Dios´ en lo que se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones. Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el `factor Dios´, ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.
José Saramago