martes, 21 de diciembre de 2010

Sobre ejércitos y policías en Latinoamérica: ¿Quién dijo que las empresas públicas son ineficientes?

El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos
abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo
modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a
descartar el socialismo del horizonte de la historia humana.
Frei Betto


Desde hace unos cuantos años ya pasó a ser común el prejuicio por el que consideramos de excelente calidad todo lo que sea iniciativa privada, mientras que vemos como malo, corrupto e ineficiente todo lo que sea público. Por supuesto que, como todo prejuicio, exagera determinadas características, generalizando indebidamente sin ningún criterio crítico. Lo cierto es que, una vez puestos a circular, esos prejuicios son muy difíciles, cuando no imposibles, de contrarrestar. No cabe ninguna duda entonces que, hoy por hoy, a nivel global hablar de lo público pasó a ser sinónimo de ineficiencia y corrupción.

Ahora bien: ¿de dónde sale ese mito? Definitivamente va de la mano del triunfo omnímodo del capital transnacional que tiene lugar en estas últimas décadas, tras la caída del muro de Berlín y la extinción del campo socialista soviético. Allí se entroniza el mito de la eficiencia de la empresa privada: la globalización de la que comienza a hablarse es la del capital triunfador sin enemigos que le hagan sombra. Más allá que sea eficiente para ganar dinero y no otra cosa, el mito que se ha entronizado y repetido hasta el hartazgo es que lo privado trabaja mejor que la iniciativa pública, no desperdicia, no derrocha, busca la calidad fundamentalmente eliminando el burocratismo y la pérdida de tiempo, es hiper productivo. Es, para decirlo con términos a la moda: “competitivo”. En definitiva: es un ganador exitoso sobre el perdedor decadente que representa lo estatal.

Sin dudas eso es mito, relato novelado, porque en lo que sí es eficiente sin ninguna duda es en lo primero: en ganar dinero. Lo demás: no cuenta. Si para obtener ganancias tiene que explotar el trabajo de miles y miles de trabajadores o destruir la naturaleza, ello es apenas una consecuencia colateral. Desde la lógica del lucro, eso no se ve como pérdida. La obtención de ganancias lo justifica todo. Luego se encargará la mentira mediática de arreglar las cosas. ¿Pero quién podría tomar en serio la eficiencia de la empresa privada cuando ella tiene como premisa la catástrofe medioambiental en curso? ¿Por qué seguir repitiendo tamaña estupidez?

Sin dudas que lo estatal, lo público, puede ser ineficiente, pesado y burocrático; ejemplos al respecto sobran, por supuesto. Un análisis sopesado, crítico y veraz del fenómeno nos muestra que todavía estamos muy lejos del mundo de “productores libres asociados” que soñaron los fundadores de socialismo hace 150 años; en todo caso, la mediocridad dominante en la cotidianeidad del campo de lo público nos pone más cerca aún de la pesadilla kafkiana que describía el autor checoslovaco a principios del siglo XX en algunas de sus célebres novelas que de un mecanismo ágil, dinámico y eficiente. La visión estereotipada del empleado público como haragán, siempre listo para el soborno, poco creativo y conservador, lamentablemente en muy buena medida es una realidad. Si en la pantalla de la computadora el nombre de la persona de carne y hueso que consulta aparece como “muerto”, lo más probable es que el empleado tras la ventanilla le insista al vivo que reclama que “usted está muerto”…, y lo manda a hacer fila en otra ventanilla.

¿Quién en Latinoamérica no ha sufrido en carne propia este tipo de cosas, estos abusos y mediocridades? El clima kafkiano no es una pura ensoñación literaria: es una cruda realidad de cualquier oficina pública. Pero con objetividad hay que decir que entre los dos modelos, lo público al menos tiene la intención de beneficiar al colectivo; la empresa privada sólo beneficia a sus dueños, lo cual ya marca un límite insalvable. Aquello de que “usted no es un cliente, ¡es un amigo!” no puede pasar de burda manipulación mercadológica; en el momento en que el tal “amigo” no paga, inmediatamente deja de ser amistoso y pasa a ser deudor. Y si es necesario embargarlo, se lo hace sin miramientos. En la lógica mercantil no hay amigos ni solidaridad: hay fríos intereses. ¡Y punto!, más allá de las banalidades publicitarias. El Estado, aunque deficientemente, intenta al menos ser un regulador social para la totalidad de la población.

Ahora bien: el Estado de bienestar keynesiano que dominó buena parte del siglo pasado ha salido de escena, siendo reemplazado por esta idea omnímoda de la liberalización absoluta del comercio y la entronización del individualismo triunfal. De esa cuenta, la libre empresa se presenta como figura principal, victoriosa, desplazando en el imaginario colectivo al Estado, quien va quedando reducido al papel de parásito bobalicón, torpe e ineficaz.

Pero ahí es donde se descubre la mentira en juego: la receta neoliberal nos ha tratado de convencer –lográndolo en muchos casos– de la inservibilidad de ese Estado, aunque la libre empresa siga necesitando imperiosamente de él. Ante la reciente crisis financiera que sacudió la economía mundial, en los Estados Unidos fue el Estado quien salió a asistir a las grandes empresas en bancarrota, como la General Motors o a los bancos arruinados. ¿Ahí sí fue eficiente el Estado? ¿Dónde quedó entonces toda la prédica antiestatista?

Pero si en algo puede verse la incongruencia, o más bien la hipocresía del doble discurso dominante del capitalismo, es en el campo de la seguridad (“seguridad”: eufemismo por decir: mantenimiento seguro de la propiedad privada de los grandes propietarios, valga aclarar. Porque de la seguridad de las grandes mayorías… ni hablar). Es allí, en el campo de esa sacrosanta “seguridad” donde el Estado sí juega un papel predominante. Lo juega a través de sus distintos cuerpos armados: ejército, aeronáutica militar, marina de guerra, policía, guardia de fronteras, etc. Aunque la seguridad vaya experimentando también a pasos agigantados el fenómeno de la privatización (agencias privadas de seguridad –el rubro que más creció en América Latina en estos últimos 10 años–, “contratistas” dentro de las Fuerzas Armadas como vemos en Estados Unidos), es el Estado quien lleva la voz cantante en la materia. ¿Podría decirse que en esto es ineficiente?

Cuando se trata de defender aquello para lo que están concebidos, los cuerpos armados de cualquier país no se equivocan, no son ineficientes, corruptos ni burocráticos. Lo cual demuestra –patéticamente, claro– que cuando el Estado tiene que funcionar, lo hace a las mil maravillas. Quizá no hay nada más elocuente del papel real del Estado que lo que ponen en juego los cuerpos armados: son la violencia de clase organizada, el aparato de defensa de los grandes propietarios.

Valga como muestra lo sucedido recientemente en Latinoamérica en décadas pasadas: cuando la protesta y la movilización populares crecieron dando paso incluso a expresiones de insurgencia armada, los distintos países sufrieron las peores guerras internas de su relativamente corta historia como naciones modernas. Los Estados, en representación y explícita defensa de las clases privilegiadas, reaccionaron brutalmente, y el continente entero se vio conmovido por feroces conflictos contrainsurgentes. El mensaje fue claro: ¡que nadie ose tocar lo que no se debe tocar! El mensaje fue tan brutal que se sigue perpetuando aún por varias generaciones. Si bien la guerra es siempre la negación misma del hecho civilizatorio, de la normal convivencia apegada a normas sociales, la forma de guerra contrainsurgente que adquirió en estas últimas décadas –Latinoamérica es la más monstruosa expresión de ello– presentó características peculiares, inéditas; si algo define estas estrategias de los Estados en su combate a las protestas de clase es su total y más absoluta deshumanización.

Entiéndase bien: las guerras nunca son “amorosas” precisamente; pero lo que vamos viendo en estos últimos años, no como circunstancia azarosa sino como doctrina militar fríamente concebida, académicamente pensada y de la que los Estados son el garante absoluto, es una guerra que ya no distingue entre enemigo y población no combatiente, una guerra que echa mano de los recursos más arteros que anteriores instrumentos jurídicos internacionales (las Convenciones de Ginebra, por ejemplo) prohibían. Guerras, en definitivamente, que se fundamentan en ser “tramposas”, tortuosas, engañosas. Guerras “sucias”, básicamente.

Uno de sus principales ideólogos, el francés Roger Trinquier, a partir de la experiencia de la tristemente célebre guerra colonialista de Argelia que libró su país contra la nación africana y quien luego fuera retomado por la doctrina militar estadounidense transformando su enseñanza en la obligada escuela de toda la oficialidad latinoamericana en estas últimas décadas, enunció las tesis de la guerra moderna, o guerra sucia, amparada siempre en la impunidad de Estados contrainsurgentes y estructurada, sobre los siguientes ejes:

1. La clandestinidad: La represión se basa en el ocultamiento de los centros de detención, desaparición de personas y eliminación de los cuerpos. Uso de personal militar [y paramilitar] vestido de civil, formado en comandos y recorriendo de noche los centros urbanos en busca de víctimas o sospechosos.

2. La moralidad estrecha: La construcción de un “enemigo interno” bajo un marco moral tan rígido y reducido que posibilita la persecución de cualquier acto calificado como desviación o crítica política, y en consecuencia, cualquier desviación debe ser perseguida y eliminada.

3. La presión psicológica: Concepción por la cual la guerra se hace en todos los ámbitos de la vida social. Los espacios de la vida cotidiana pueden ser invadidos a través de una guerra psicológica que se transforma en una herramienta privilegiada. Se practica para “ganar los corazones y las mentes de quienes están siendo violentados”. Se desata una “guerra preventiva” que pretende influir sobre la “conciencia social”. Los medios de comunicación, en esa lógica, cobran una importancia decisiva.

4. La ilegalidad: Aunque no enunciado explícitamente, el modelo expone que “cuando el poder político está en peligro, los militares son los únicos que disponen de medios suficientes para establecer el orden y, en una situación de emergencia, la ley es un obstáculo”.

Es decir que los Estados, cuando se desenmascaran y tienen que cumplir su verdadero papel –defender a las clases dominantes– no son ineficientes en modo alguno. También lo podemos ver con el accionar de las policías o con los servicios de inteligencia: el control que ejercen sobre las poblaciones es perfecto, absoluto, totalmente funcional a su cometido institucional.

Dicho en otros términos finalmente: cuando hay voluntad de hacer las cosas, se hacen. Si la empleada pública, que indolente ante la fila de ciudadanos no deja de limarse las uñas y trabaja a media máquina, es forzada/estimulada/conducida a hacer eficientemente su tarea, sin dudas la puede hacer (la NASA es una empresa pública, y nadie pondría en discusión que funciona bien). Si hay una generalizada cultura de desidia, apatía y falta de compromiso en la esfera estatal, ello no es natural, producto irremediable de las acciones públicas; responde a un proyecto político. Nadie dijo que sea fácil cambiarlo, pero tampoco es imposible. La prueba más contundente son los cuerpos armados. Cuando el Estado tiene que funcionar, funciona, más allá que la implacable publicidad que padecemos desde hace años nos haya convencido que es irremediablemente un elefante en un bazar. En Latinoamérica, donde desgraciadamente se sabe mucho de golpes de Estado, dictaduras militares y climas de terror, ¿quién podría decir que las policías o los ejércitos no hacen bien su trabajo?

Esto nos lleva entonces a una nueva pregunta: si el Estado sí puede funcionar eficientemente, ¿qué hace que el policía o el militar cumplan a cabalidad su cometido institucional y esa empleada que poníamos como ejemplo –podría ser cualquier funcionario público en infinidad de circunstancias, por supuesto– no salga de su modorra y siga limándose las uñas impasible ante la fila de molestos usuarios? Desde una lectura liberal a ultranza podríamos decir que eso no sucede en la empresa privada por la sencilla razón que “el ojo del amo engorda el ganado”. En el ámbito de la iniciativa que busca el lucro no se puede permitir que algo “deje de dar ganancias”.

Hasta allí, todo encajaría con el mayor rigor lógico. Pero ¿qué hace que un torturador funcione bien, que los órganos de seguridad y vigilancia de la población controlen tan bien a las mayorías, que los ejércitos latinoamericanos estén siempre listos y operativos para los golpes de Estado, y no suceda lo mismo en otras dependencias públicas, siempre lentas, parsimoniosas, apáticas? ¿Dónde está la diferencia entre uno y otro agente público? Si ahondamos en los análisis, también se descubrirán ineficiencias, actos corruptos y mediocridades varias en los cuerpos de seguridad (distintos niveles de soborno, las “mordidas” y ese tipo de delincuencia “normalizada” son el pan nuestro de cada día en los países latinoamericanos cuando se trata de uniformados). ¿Por qué podemos decir entonces que son eficientes? Descartado el mito que la empresa privada es siempre eficiente y a prueba de errores (es eficiente para explotar la fuerza de trabajo, y los servicios que presta también pueden ser deplorables, no olvidarlo –ahí están las empresas telefónicas para recordárnoslo, por ejemplo–) insiste el interrogante: ¿qué hace que el policía o el militar sea implacable a la hora de controlar a las poblaciones? Se trata del mandato en juego. Es ahí, en su función de control, de panóptico, de vigía del statu quo, cuando se descubre lo que es verdaderamente el Estado. Para proveer servicios puede ser más o menos eficiente: en los países escandinavos, con presupuestos abultados, brinda respuestas más eficientes que en Latinoamérica; en nuestros países, su papel es más bien patético. Pero cuando se trata de defender el estado de cosas desde el mandato que imponen los grupos dominantes, ahí es donde se descubre su verdadera naturaleza. En eso no falla en ninguna latitud. Y aunque sus agentes sean igualmente corruptos y mediocres (¿acaso todos los policías serán incorruptibles defensores de la ley como nos muestran las banales películas de Hollywood?, o ¿todos los militares serán Rambos preparados para cualquier misión, a prueba de errores y sin flaquezas a la vista?), aunque los actores de carne y hueso en muchos casos no se diferencien del empleado público de cualquier ventanilla que nos desespera por su lentitud e ineficiencia, a la hora de cumplir con su misión institucional última no falla. Esa misión es, en definitiva, proteger la propiedad privada.

Lo cual muestra que nuestra sociedad planetaria está regida aún por esta categoría con una fuerza que nos sobredetermina implacablemente, que funda nuestras más profundas maneras de entender y relacionarnos con el mundo, que marca nuestra historia de un modo lapidario. De lo que se trata, entonces, es de emprenderla contra ese freno, contra esa barrera. El enemigo del pueblo no es directamente el uniformado que lo reprime: es aquello que él, sin saberlo, está defendiendo: la propiedad privada.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Las 10 estrategias de manipulación mediática

1. La estrategia de la distracción. El elemento primordial del control social es la estrategia de la distracción que consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las elites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes. La estrategia de la distracción es igualmente indispensable para impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética. ”Mantener la Atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas sin importancia real. Mantener al público ocupado, ocupado, ocupado, sin ningún tiempo para pensar; de vuelta a granja como los otros animales (cita del texto ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

2. Crear problemas y después ofrecer soluciones. Este método también es llamado “problema-reacción-solución”. Se crea un problema, una “situación” prevista para causar cierta reacción en el público, a fin de que éste sea el mandante de las medidas que se desea hacer aceptar. Por ejemplo: dejar que se desenvuelva o se intensifique la violencia urbana, u organizar atentados sangrientos, a fin de que el público sea el demandante de leyes de seguridad y políticas en perjuicio de la libertad. O también: crear una crisis económica para hacer aceptar como un mal necesario el retroceso de los derechos sociales y el desmantelamiento de los servicios públicos.

3. La estrategia de la gradualidad. Para hacer que se acepte una medida inaceptable, basta aplicarla gradualmente, a cuentagotas, por años consecutivos. Es de esa manera que condiciones socioeconómicas radicalmente nuevas (neoliberalismo) fueron impuestas durante las décadas de 1980 y 1990: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que ya no aseguran ingresos decentes, tantos cambios que hubieran provocado una revolución si hubiesen sido aplicadas de una sola vez.

4. La estrategia de diferir. Otra manera de hacer aceptar una decisión impopular es la de presentarla como “dolorosa y necesaria”, obteniendo la aceptación pública, en el momento, para una aplicación futura. Es más fácil aceptar un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato. Primero, porque el esfuerzo no es empleado inmediatamente. Luego, porque el público, la masa, tiene siempre la tendencia a esperar ingenuamente que “todo irá mejorar mañana” y que el sacrificio exigido podrá ser evitado. Esto da más tiempo al público para acostumbrarse a la idea del cambio y de aceptarla con resignación cuando llegue el momento.

5. Dirigirse al público como criaturas de poca edad. La mayoría de la publicidad dirigida al gran público utiliza discurso, argumentos, personajes y entonación particularmente infantiles, muchas veces próximos a la debilidad, como si el espectador fuese una criatura de poca edad o un deficiente mental. Cuanto más se intente buscar engañar al espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. ¿Por qué? “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese la edad de 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, ella tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico como la de una persona de 12 años o menos de edad (ver “Armas silenciosas para guerras tranquilas”)”.

6. Utilizar el aspecto emocional mucho más que la reflexión. Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional, y finalmente al sentido crítico de los individuos. Por otra parte, la utilización del registro emocional permite abrir la puerta de acceso al inconsciente para implantar o injertar ideas, deseos, miedos y temores, compulsiones, o inducir comportamientos…

7. Mantener al público en la ignorancia y la mediocridad. Hacer que el público sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposibles de alcanzar para las clases inferiores (ver ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

8. Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad. Promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto.

9. Reforzar la autoculpabilidad. Hacer creer al individuo que es solamente él el culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se autodesvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. Y, sin acción, ¡no hay revolución!

10. Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen. En el transcurso de los últimos 50 años, los avances acelerados de la ciencia han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público y aquellos poseídas y utilizados por las elites dominantes. Gracias a la biología, la neurobiología y la psicología aplicada, el “sistema” ha disfrutado de un conocimiento avanzado del ser humano, tanto de forma física como psicológicamente. El sistema ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, el sistema ejerce un control mayor y un gran poder sobre los individuos, mayor que el de los individuos sobre sí mismos.

sábado, 31 de julio de 2010

Pensar la violencia política desde la literatura peruana: El barco ebrio

Uno de los mayores aciertos editoriales de la historia de la literatura peruana ha sido titular la obra cuentística de Julio Ramón Ribeyro como “La palabra del mudo”. Nadie como el autor de “Silvio en el Rosedal” para ilustrar, a través de la literatura, el espíritu de una sociedad marginal en pleno proceso de integración a una comunidad que a su vez buscaba, y busca, su propia identidad. Ribeyro terminó dándoles a esos excluidos la voz que no tenían y que tampoco la asumió la política, o la sociología.
Es cierto que otros escritores notables también hicieron lo propio, dieron voz a través de sus obras literarias a diferentes sectores de la población que han sufrido, y sufren, la marginación que por siglos ha ejercido sobre ellos el centralismo y los regímenes políticos que, más preocupados en sus propios intereses que en los de la población de todo el país, no han podido mirar más allá de sus narices o más abajo de su ombligo. José María Arguedas, Ciro Alegría, Gamaliel Churata, César Vallejo, Manuel Scorza, Izquierdo Ríos, Galvez Ronceros, Alejandro Romualdo y un largo etcétera, no solo son nombres de la retórica académica sobre representantes de la literatura peruana, sino que son un ejemplo del interés y la necesidad de reflejar una realidad específica que han vivido de forma directa. La obra reunida de todos ellos bien podría resumirse en el título de Ribeyro.
Sin embargo, en algunos casos, como el de Arguedas y el del propio Ribeyro, el conflicto que se produce entre reflejar una realidad e interpretarla, conlleva a desencuentros con resultados fatales. El escritor no siempre presenta un análisis de una situación social, política o cultural en su obra, sino que la representa, la retrata, la simboliza y la convierte en un signo, un discurso, que le corresponde interpretar al lector, o al crítico, o el científico social, que previamente tiene su propio punto de vista del hecho al que se refiere el artista, y que no siempre son coincidentes. Esto no quiere decir que el escritor no analice su entorno o la realidad sobre la que va a crear, por el contrario, conoce tan bien esa realidad que no le es ajena ni difícil de recrear artísticamente, tal vez el problema esté en el sujeto que interpreta esa literatura, o expresión artística.
Esta hipótesis se ve claramente en “Sasachakuy tiempo, memoria y pervivencia, ensayos sobre la literatura de la violencia política en el Perú” (editorial Pasacalle, Lima, 2010, 160 pp.), último libro de Mark R. Cox, conocido profesor universitario estadounidense que se ha especializado en el análisis de la literatura peruana con contenido o expresiones sobre la violencia política que ha vivido el Perú en las últimas tres décadas. El libro recoge ensayos sobre este tema escritos desde tres perspectivas claramente definidas: la de los escritores andinos, la de los denominados ex insurgentes y la de los académicos.
En el primer grupo los escritores que han publicado obras, cuentos o novelas, desde su experiencia en la sierra peruana, escenario primigenio de la guerra emprendida por Sendero Luminoso en 1980, defienden su condición de testigos de muchos de los sucesos violentos y critican la actitud impostada y mal informada de los escritores que desde su experiencia citadina también abordan el tema de la violencia. Los escritores andinos son, sin embargo, más analíticos respecto al proceso de la guerra interna, y así lo demuestran en sus ensayos, que no son más que extensiones críticas de sus obras artísticas, sus ficciones.
En el caso del segundo grupo, los autores son actores directos o protagonistas de los hechos que narran en sus historias. Son doblemente testigos, tanto del contexto social como de los hechos de violencia. Tal vez por ello es que se les ve más alejados del aporte artístico y sus obras terminan siendo discursos dogmáticos envueltos en ficciones pobres. Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, no necesitó de discursos políticos para denunciar injusticias sociales como las que cuenta en su notable relato “Al pie del acantilado”, que es, como toda su producción narrativa, una obra de ficción salida de un hecho real. Corresponde, sea dicho una vez más, al lector o al científico social, sacar las conclusiones políticas o sociológicas que encierra esta obra maestra de la narrativa ribeyrana.
Precisamente en el tercer grupo de los textos recopilados por Cox se reúnen ensayos escritos desde la perspectiva de la teoría literaria, o si se quiere, desde el academicismo. Estos ensayos son más objetivos, se centran en la calidad de las obras y desde los hechos y personajes que allí se representan, analizan en qué medida reflejan la violencia vivida por el país y cuánto pueden influir con su mensaje en la conciencia del lector o de la sociedad.
Como es de esperar, hay posiciones encontradas en los tres grupos propuestos por Mark R. Cox. Sin embargo quiero referirme brevísimamente al análisis que hace Dante Castro sobre la premiada novela de Santiago Roncagliolo, “Abril rojo”, en la que encuentra tantos errores, desfases e incongruencias que hace dudar de la capacidad del jurado internacional que ha visto en esta historia una buena novela y ratifica el interés comercial de un tema que puede sorprender a lectores de otros países y no a nosotros.
Este es otro fenómeno que destaca a lo largo del libro de Cox. El interés por el tema de la violencia es temprano y no posterior al periodo de mayor violencia, como creen autores como el propio Roncagliolo, Alonso Cueto o Ivan Thais, que abordan el tema desde hace dos o tres años. Ya Mario Vargas Llosa tiene un intento fallido con “Historia de Mayta” (1984) y otro en “Lituma en los andes”, que también es una novela premiada internacionalmente, obviamente por el anzuelo económico que significa el nombre del arequipeño, pues ninguna de ellas alcanza niveles de alta calidad como otros de sus títulos harto conocidos. Antes de 1985 ya se premiaron y publicaron en el Perú historias con contenidos políticos y específicamente referidos a la guerra interna que empezaba a alcanzar niveles insospechados para la ciudadanía y cínicamente negados por los políticos y gobernantes.
Es, entonces, oportuna la pregunta sobre cuántos textos más habrá que traten el tema de la violencia y que no son conocidos o no han salido de los pequeños círculos que se forman en las ciudades del interior del país, ya que los referentes mencionados son “famosos” gracias a los premios internacionales. A Mark R. Cox le debemos un paciente estudio recopilatorio sobre este asunto. El 2008 tenía registrados 306 cuentos y 68 novelas por 165 escritores, más 30 novelas en inglés y 16 películas en español e inglés, pero esta cifra, reconoce, debe ser mucho mayor, pues es sabido que gran parte de la literatura que se produce en la sierra o selva no se conoce en Lima o en las principales ciudades del país.
Es importante el nuevo aporte de este profesor universitario, pues más que darnos una visión más amplia de las diferentes perspectivas literarias sobre el dramático periodo de violencia que ha vivido el Perú, nos hace reconocer que se deben tomar en cuenta otros documentos para aprender lecciones y evitar los errores que derivaron en tanta violencia y muerte. El informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación es uno de ellos, en él no hay ficción, a pesar de que el horror que provoca supera a todas las historias de famosos y anónimos escritores, y a todas las historias que aún se cuentan en tertulias y sobremesas, en las que se lamentablemente comprobamos que ningún peruano ha sido ajeno a tanto horror.

Sin pausa deben apuntalar su palabra democracia

Intelectuales, publicistas, periodistas, cobran monedas de oro
para limpiar el concepto, de sus engaños, muertes y dolores.
La mayoría cree que es una perfección por la que se puede dar la vida
pero aunque sea difícil hay que decir lo que es;
que no se parece a lo que dicen.
Ya en Atenas la sociedad democrática esclavizaba gente
después estados demócratas amparaban la compraventa de personas negras
casi ayer la democracia en Alabama y El Cabo apartaba las escuelas, buses, playas, según razas
en el día su dictadura de ricos y pobres está convertida en arquetipo universal.
La democracia es la arma política de los dueños, la gota diaria hipócrita, mentirosa, cínica;
ella lanzó un hongo nuclear sobre niños ancianos enfermos y volatilizados lo repitió a otros,
su cruzada redentora quemó esa niña que pudo correr con agente naranja en la carne.
Al lado de su rito de las urnas mata niños de hambre, margina 1400 millones de indigentes,
amputa manos a machetazos para embellecer vanas mujeres de diamantes.
Son los dueños de la democracia los que calientan el viento, sepultan la biodiversidad,
rocían el mar con los ventisqueros,
depredan la fuerza de sol del petróleo en lugar de caminar o ir en caballo.
La democracia y el fasci nazi sionismo es un tornasol de los mismos hombres
un año, un color asfixia, tortura, secuestro, prisión, fusilamiento, desaparición
al próximo, el reflejo de derechos a la libertad, la vida, la ciudadanía.
Son demócratas los que ocupan Irak, Afganistán, vigilan cada metro de la Tierra con armas,
preparan misiles y deforestan paraísos
los ambiciosos que hicieron insustentable el planeta engullendo sus bienes.
Una marcha opuesta da otro significado a democracia
para esparcir su acepción tiene que penetrar al fondo de la que predomina

martes, 22 de junio de 2010

Copa del Mundo: ¿diversión o maniobra diversiva de masas?

Debo aclarar, antes que nada, que desde hace más de 75 años, o sea, casi desde que el amateurismo fue sustituido por el incipiente fútbol profesional, soy hincha de ese deporte. Pero pienso que no darse cuenta de la utilización ideológica y política del campeonato mundial de futbol por el capitalismo, es dar prueba de enorme superficialidad y gran ingenuidad. Porque el futbol hace décadas que dejó de ser un deporte para transformarse en un negocio que mueve centenares de miles de millones de dólares y, en particular, desde la utilización que le dio el nazismo en los años treinta, en herramienta de propaganda política para obtener aunque sea una momentánea unión nacional detrás de los gobiernos.

No es necesario recordar la promoción del deporte de Estado por Mussolini, Hitler o Stalin, o lo que fue para la dictadura el Mundial de Futbol que Argentina ganó en Buenos Aires, mientras fuera de los estadios desaparecían decenas de miles de los mejores jóvenes y otros luchadores, entre ellos cientos de deportistas y atletas profesionales. Ese futbol donde unos cuantos muy bien pagados juegan ante millones de personas que jamás podrán practicar un deporte porque no tienen campos, salarios ni alimentación suficientes, ni tiempo libre al terminar sus trabajos extenuantes y mal pagados, y por eso simplemente miran la caja idiota que, de paso, se populariza y redime cada tanto de sus crímenes contra la conciencia política y la cultura populares, aunque aparezca como una diversión es, en realidad, una maniobra diversionista.

Como en la época de los emperadores romanos, si no hay mucho pan se da circo para que la gente no piense o, mejor dicho, que piense en cosas sin importancia, creyendo participar y ser sujeto en un espectáculo promovido por los dueños del poder para controlar incluso los sentimientos y dar una falsa sensación de alegría a las víctimas del capital, desviando su atención de las crisis, las matanzas, el desastre ecológico, la desocupación, las hambrunas, la explotación y la opresión.

Como las drogas, este tipo de futbol crea una burbuja, un mundo ficticio. Es más, hoy, en la mayoría de los países el futbol profesional, es el verdadero opio del pueblo, mucho más que la religión, pues ésta no llena la vida de los hinchas desde el lunes hasta el miércoles y desde el viernes hasta el fin de semana con la misma intensidad ni de la misma manera absoluta. También como las drogas, la prostitución o las industrias del juego y de los entretenimientos (o sea, de los instrumentos cotidianos de dominación del capital y de encarrilamiento del tiempo libre de las clases dominadas), ese tipo de deporte pasivo y tramposo es un excelente negocio. La FIFA (Federación Internacional del Futbol Asociado) posee más de mil millones de dólares y el año pasado ganó 300 millones simplemente cobrando comisiones a las federaciones integrantes. Y la compra-venta de jugadores –quienes encuentran en un mundial una vidriera para su exposición– mueven cientos de millones de dólares que quedan en manos de los dirigentes de los clubes, de los intermediarios y representantes, y de otros tantos coyotes, y sólo en muy pequeña medida llegan a los modernos gladiadores de este circo.

Por supuesto, aunque en todas partes del mundo se presenta la utilización capitalista de un deporte popular (Silvio Berlusconi es propietario del Milán y en ese carácter obtiene votos de imbéciles, y Mauricio Macri, el gobernador de la ciudad de Buenos Aires, fue elegido porque fue presidente del Boca Juniors, con el voto de miles de hinchas despistados), la magnitud de esa utilización varía de acuerdo con la orientación política de los diversos gobiernos.

En efecto, en todas partes se cuecen habas, pero, como decía Juan Gelman, en algunas se cuecen sólo habas… Los gobiernos mal llamados populistas en particular, intentan hacer del deporte (pasivo, televisivo) una herramienta ideológica para construir una efímera unión nacional y una fuente de gloria moderna y barata, de cartón pintado.

En Argentina, por ejemplo, el gobierno le quitó al monopolio Clarín el futbol por abonamiento televisivo (un negocio de 4 mil millones de dólares) y lo transmite gratis, para todos, y con motivo de este mundial regaló más de un millón de decodificadores digitales para que todos lo pudieran ver. Sin duda, esas medidas constituyen una democratización de los espectáculos. Sin embargo, hay un pero: el canal oficial –el 7– se saturó de futbol, eliminó los programas informativos y de opinión, así como los debates de todo tipo, y así dio un importante impulso a la estupidización de la opinión pública y a la utilización demagógica de los recursos públicos, que podrían haber sido destinados a usos culturales, reforzando la campaña diversionista del capital mundial.

De modo que, en la mayor crisis económica y social del capitalismo mundial y en una crisis ecológica que podría ser fatal para el destino de la civilización y del planeta, viviremos preocupados durante un mes por unas pelotas y, perdónenme la expresión, por unos pelotudos charlatanes y explotadores de la ingenuidad. También en esto, una civilización en profunda descomposición imita los métodos de la decadencia del siglo III de nuestra era, durante el Bajo Imperio Romano.

viernes, 18 de junio de 2010

Murió José Saramago

Biografía: Escritor, periodista y dramaturgo portugués, ganador del Premio Nobel de Literatura 1998. De padres campesinos, José Saramago nació en un hogar humilde de Azinhaga, hecho que marcó su carácter. En 1925 la familia se traslada a Lisboa, donde el padre encuentra trabajo como policía. José Saramago ingresó en una escuela industrial en 1934, abandonando los estudios tiempo después por problemas económicos y empleándose en una herrería. El tiempo libre lo usa para leer, yendo periódicamente a la biblioteca del barrio. Al poco tiempo, José Saramago cambia de trabajo y se dedica a tareas administrativas, casándose en 1944 con Ilda Reis. En 1947 publica su primer novela "Tierra de pecado" sin mucho éxito y luego pasó veinte años sin publicar nada, colaborando con el periódico "Diario de Noticias" y varias revistas. Durante la dictadura de Antonio Salazar (1932-1968), José Saramago fue censurado y perseguido y se dedica a hacer traducciones para una editorial. Ingresar al Partido Comunista Portugués en 1969 y se divorcia de su mujer tiempo después, dejando el trabajo en la editorial para dedicarse exclusivamente a la escritura. En 1974, José Saramago participa de la "Revolución de los Claveles", que provocó la caída de la dictadura salazarista y permitió que Portugal se convirtiera en un estado de derecho democrático. En 1984 conoce a Pilar del Río, periodista española con la que se casa posteriormente y quién se convierte en su traductora oficial en castellano. José Saramago gana el Premio Nobel de literatura en 1998 y se convierte en el primer escritor de lengua portuguesa en recibirlo. Escéptico e intelectual, José Saramago mantuvo y mantiene una postura ética y estética por encima de partidismos políticos, y comprometido con el género humano.

Frases:
"El poder real es económico, entonces no tiene sentido hablar de democracia".
"Las tres enfermedades del hombre actual son la incomunicación, la revolución tecnológica y su vida centrada en su triunfo personal".
"La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva".
J. Saramago

martes, 8 de junio de 2010

Los sótanos del verbo

El primer problema en que se encuentra atrapado el discurso alternativo (al sistema consumista) es que sólo se mueve a la defensiva. El sistema de la prisa (la vida que no es vida) ha impuesto la reacción sobre la comprensión. Los individuos aceptan (sin pensar) la carrera y quienes pretenden ofrecer resistencia no terminan de salir de la trampa del desgaste dialéctico, pues, es a través de la palabra como, el círculo omnipresente del poder económico, nos arrebata, segundo a segundo, los recursos de la tierra. Y será por medio de la palabra (instrumento inevitable para entregarse y liberarse) como podremos descifrar el idiotizado comienzo del siglo XXI.

Con la palabra maquillada los políticos ganan las elecciones; con la palabra contabilizada los empresarios administran el mundo y con la palabra desgastada algunos pretenden defender los derechos sociales de una mayoría incrédula. Los dueños del mundo (los tecnócratas) vendieron la idea (con la palabra contabilizada) de que la palabra estaba en desuso. Y muchos (tras comprar la muerte de la palabra) sobreviven levantando las banderas de la reivindicación social usando las migajas discursivas (que para la defensa) le dejó el poder.

Un "líder" sindical, a puertas cerradas, me dijo (con cierta sonrisa que se movía entre el desencanto y el cinismo) que yo no podía aspirar el "respeto intelectual" dentro de Europa (como si no me bastara con el respeto que me tengo a mi mismo) porque no era Mario Vargas Llosa. Luego de mi discreto silencio (para darle paso a la palabra interior), el "líder" salió de su oficina y saludó efusivamente a un inmigrante africano. ¿Cómo está el ladrillo?, le preguntó (¿Será que este hombre cree que las ideas no se sudan?, pensé). Poco después, el "líder" gritó en el pasillo una consigna a favor de la clase obrera. (Muy cuesta arriba debe ser defender a los trabajadores desde la desesperanza). Pobre hombre, pensé, lleva encima el peso de la palabra enferma. Y partí más reflexivo que nunca, dispuesto a pasar el resto de la tarde leyendo al poeta José Emilio Pacheco, todo un antídoto contra la palabra moribunda. "En medio de la catástrofe, al centro del horror que nos cerca por todas partes, siguen en pie, y hoy como nunca son capaces de darnos respuestas, el misterio y la gloria del Quijote". Y palabra a palabra seguí levantando mi edificio personal con los ladrillos invisibles que me permiten volar (y caer y volver) en medio de la nada.

Al caer la noche, luego de enfrentarme a la palabra de Pacheco (Tarde o temprano. Poemas 1958-2009), he reafirmado mi interpretación contemplativa de la sociedad actual. Vivimos tiempos de burlistas sin talento, de analfabetas funcionales; la sofisticación de la ignorancia representa (sin saberlo) el ejército más poderoso del sistema de consumo. Ante la imposición de la ley del "sálvese quien pueda", la mayoría ha terminado asumiendo que no hay tiempo para pensar. Parece que la orden es sobrevivir con la cabeza en reposo (el sueño eterno de los necios). Creo que la respuesta a este esquema absurdo (y estúpido) nunca la dará quien utilice las migajas discursivas que le ha entregado (para administrar hasta el derecho a la defensa) el poder tecnócrata. La respuesta tendrá que venir desde una revalorización del discurso, de la idea. Habrá que ir hasta los mismísimos sótanos del verbo para construir nuevas posibilidades individuales y colectivas. Que nadie se llame a engaño, la única palabra que está enferma es la que le pesa a quienes se rindieron en la carrera, pues, es evidente que gracias de la palabra mercenaria los grupos del poder capitalista han secuestrado el manejo de los hilos del mundo. Y la palabra del poder (por más que desde sus aparatos informativos promuevan la masificación de la idiotez) está más viva que nunca. De manera muy contundente (para asumir el cáncer) habría que comprender que la única palabra que está enferma es la que proviene del (pretendido) discurso alternativo. Sólo entonces podremos engendrar el verbo socialmente ofensivo del siglo XXI.

Guerras, revoluciones... y pacifistas

El ícono mundial de los pacifistas es Hiroshima y Nagasaki, ciudades japonesas víctimas de las bombas atómicas lanzadas por los EE.UU. el 6 y 9 de agosto de 1945, al final de la segunda guerra mundial. En Hiroshima hubo 140.000 muertos y en Nagasaki 80.000. (220.00 en total, a los que se suman miles de muertos en los años sucesivos a causa de la radiación atómica.)

Por otra parte, según la Organización Mundial de la Salud, (OMS) diariamente mueren en el mundo cerca de 35.000 personas por hambre o por enfermedades curables, de las cuales un alto porcentaje son niños de corta edad.

Esta siniestra cifra equivale a dos Hiroshimas semanales. Y sin embargo, ante ése indignante holocausto cotidiano los pacifistas y los organismos que dicen luchar por los derechos humanos guardan un hermético silencio, como si se tratase de un tabú social.

Cabe entonces preguntarse: ¿son sinceros los pacifistas? ¿Es que las victimas inocentes de ésta "paz" de la posguerra importan menos que las victimas de las guerras declaradas? ¿Acaso el silencio de los sepulcros es el precio a pagar por el silencio de las barricadas y de los anhelos populares de justicia social? ¿No es acaso la resignación o el statu quo ante ése genocidio silencioso lo que en realidad pregonan quienes dicen “luchar” por la paz social, el “orden establecido” y contra las airadas protestas y revueltas populares?

Es usual que las revueltas populares -al igual que las huelgas de trabajadores-, sean calificadas de justas o injustas según los intereses financieros de quienes las justifican o las critican, respectivamente. Así, por ejemplo, se habla con un relativo acierto de la guerra contra el narcotráfico, contra el terrorismo, contra la corrupción administrativa, a la vez que las clases dominantes condenan como criminales las protestas populares, los procesos revolucionarios y las guerras de liberación popular porque éstas atentan contra sus intereses o privilegios de clase, gremiales o personales.

Es bien evidente que la barbarie primitiva de la guerra representa la antitesis de la civilización y del progreso, pero por otro lado no hay que olvidar que nuestra civilización moderna está basada sobre poderosos intereses financieros, los que, a la vez que apostrofan de la guerra, encuentran siempre justificaciones (antiterrorismo, patria, libertad, democracia, etc.) para recurrir a ella como medio prioritario para resolver los litigios socio-políticos, según las conveniencias del imperio o de las plutocracias nacionales y multinacionales, y con el estímulo del poderoso lobby de la industria de armamentos y la justificación, banalización o eufemización del clero y los medios de información corporativos.

Por eso, si pedimos justicia a los gobiernos déspotas debemos pedirla también a los pacifistas enmudecidos o indulgentes ante los despotismos. Porque los pacifistas, como las ONGs y los defensores de los derechos humanos, se muestran escandalizados por la pedofilia clerical, pero permanecen callados ante la sádica sodomía de los poderosos sobre los débiles. Los falsos puritanos se enfurecen ante un feto abortado por una adolescente violada, pero permanecen inmutables ante el bombardeo genocida de una potencia bélica sobre un país inerme; ellos se insurgen ante el holocausto judío pero enmudecen ante el holocausto palestino; en su benevolencia semita se compadecen de quienes tienen hambre pero se enfurecen ante quienes claman su hambre y su sed de justicia.

En la lucha por la justicia social no cabe la imparcialidad ni la neutralidad. El struggle for life es un combate sin tregua y sin cuartel por la subsistencia de los oprimidos ante la implacable mezquindad de los opresores; la moderación y la prudencia en la batalla por la subsistencia son solo el eufemismo de la cobardía. En la batalla por la vida es preferible ser calificado de excesivo que de pasivo; es más honrado ser radical que convencional; es más honorable ser revolucionario que reaccionario.

La guerra es la continuación de la política por otros medios. Es la imposición de la política del garrote cuando no tiene éxito la política de la sumisión de los pueblos por la vía diplomática. ¿Debemos entonces guardar un silencio fúnebre ante las tiranías y las injusticias en aras de una “paz” asesina, ignominiosa y humillante y claudicar ante el chantaje de la guerra?

¡NO! ¡No, y mil veces no! La paz no es la ausencia de la guerra sino la presencia de la justicia. Predicar la paz frente a un sistema socio-económico genocida es la forma más infame de servilismo y de cobardía, porque ésa presunta paz es cómplice de ése sistema por estar orientada hacia la impunidad y la resignación. Porque la paz ante los genocidas no es una verdadera paz: es solo una vil claudicación y una humillación. Es más honorable un pueblo que cae derrotado por las armas de la represión que un pueblo que cae vencido por la seducción de un pacifismo falaz. Es más gloriosa una derrota en el combate por la justicia y la libertad que una victoria a cambio de ellas. ¡Un pueblo que sabe combatir por una vida digna es un pueblo que merece vivir!

Es solo ante la verdad, la libertad y la justicia que le es permitido un respetuoso silencio a una conciencia honrada, libre y justa. Porque el deber ineludible de una conciencia honrada es gritar un volcánico ¡YO ACUSO! ¡Gritar la verdad, toda la verdad y solo la verdad ante el planeta entero y ante el tribunal de los pueblos y de la historia!

Hay que entender que sólo las guerras de opresión son asesinas, porque son las depredadoras de la humanidad al servicio de las plutocracias, y que sólo la revolución popular devuelve la libertad a los pueblos que la guerra y la represión hacen más miserables y esclavos. Es sólo de las entrañas sangrientas pero nobles de la revolución popular que nacerá el auténtico Nuevo Orden Mundial.

Por eso, al cínico refrán imperialista de “Si quieres la paz prepárate para la guerra” debe oponerse el combativo refrán socialista de ‘SI QUIERES LA PAZ PREPÁRATE PARA LA REVOLUCIÓN”, es decir para combatir por la justicia, porque no puede haber paz donde no hay justicia. La paz es solo una utopía donde la injusticia es una realidad.

Ninguna guerra ha libertado jamás a un pueblo, aunque le haya soltado temporalmente las riendas. Solo la revolución libera porque le enseña al pueblo a empuñar las riendas de su propio destino y a establecer el código de sus derechos humanos. La guerra plantea pero no resuelve los problemas sociales porque la guerra no crea, ella aniquila, no funda nada, ella lo arrasa todo, no salva, solo subyuga. Solo la revolución crea, funda y salva. La guerra destruye, la revolución construye; la guerra degenera, la revolución regenera; la guerra siembra la muerte, la revolución siembra la vida.

Por eso, ante el espectro patético de la depredadora doctrina imperialista deben predominar la doctrina bolivariana y la Martiana; ante la insolencia del pabellón constelado que ondea triunfal ya no solo en las embajadas yanquis sino en los capitolios mundiales debe retumbar un sonoro ¡FUERA YANQUI!!Que el planeta entero sea un estoico Viet Nam, una gloriosa Bahía de Cochinos y que los cóndores andinos destierren los halcones del Pentágono!

Los tiranos y los neocolonialistas al violar, monopolizar y privatizar todos los derechos los han perdido todos. La violación de los derechos engendra el derecho a la violencia, la intransigencia y la ambición de los opresores engendra la beligerancia de los oprimidos. Ya lo dijo Martin Luther King: “Aquellos que hacen imposible la revolución pacífica harán inevitable la revolución violenta”.

No se pretende aquí incitar al derramamiento de la sangre popular, pero en las causas nobles de las luchas de liberación, -al igual que en los benévolos aportes a la Cruz Roja,- se hace a veces necesario el altruista sacrificio de algunas gotas para salvar de una muerte injusta a muchas vidas inocentes.

Al respecto vale recordar al inmortal Che Guevara: “Nadie debe hacerse ilusiones de que se puede conquistar una sociedad más justa sin luchar por ello”.

¿Qué hace falta? ¡CORAJE Y SOLIDARIDAD! ¡EL PUEBLO UNIDO JAMAS SERA VENCIDO!

lunes, 24 de mayo de 2010

¡Escucha yanqui!

Escucha, yanqui:
Tú, que solo amas escuchar
la sinfonía del dinero,
el tableteo de tus metrallas
y la explosión de los pueblos-piñatas
bajo el Gran Garrote de tu ciega ambición;
Escucha, yanqui:
tú, que eres sordo a las cataratas de lágrimas
de los pueblos que subyugas,
y que con tu sed de petróleo ajeno
y de sangre proletaria y planetaria
pretendes ignorar la sed de justicia popular,
debes saber que tu petróleo usurpado
se tornará inflamable en tus cofres insaciables,
en tus bancos y consorcios depredadores y rapaces.
Escucha, yanqui:
tú, que crees que escribir LIBERTAD
con la mano izquierda y sin tu permiso
es violar el derecho humano de escribir,
debes saber que ya los pueblos desengañados
no creen en los perros guardianes de tus tribunas falsimedias
ni confían en los perros pastores de tus púlpitos de Judas,
ni temen a tus jaurías marciales de sicarios y mercenarios.
Escucha, yanqui:
tú, que haces tu siesta ahíto de obreros y labriegos
y que oculto en tus garitos o en tus bosques de arsenales
asedias nuestros arados y surcos fecundos
solo porque son trincheras contra el hambre globalizada
debes saber que de una a otra esquina del planeta
hay obreros y labriegos combativos y coléricos
que armados hasta los dientes de verdades prohibidas
ponen los puntos sobre las íes a tus mezquinos evangelios.
Escucha yanqui,
debes saber que en tu planeta privatizado
crecen silvestres las viudas y los huérfanos,
los jóvenes precoces, los ancianos juveniles,
y las mujeres verticales,
victimas de tu vandalismo y tu rapiña infinita,
que hastiados ya de sufrir tu caridad agiotista
llaman las cosas por su nombre libre
clamando justicia a grito herido,
clamando revancha a grito colectivo.
Es tiempo que sepas, yanqui aleve,
que ya no tendrás treguas de paz,
ni tiempos de victorias impunes,
ni de trincheras inmunes,
que nada podrán tus misiles genocidas
contra las conciencias blindadas de coraje;
¡que ya se acerca la aurora de los pueblos
con despertar de disparos deslumbrantes,
con pólvora de corazones indignados!
Escucha, yanqui:
¡Debes saber que de las tumbas de nuestros héroes
que murieron de tus balas sembradas en la espalda,
retoñan clarines del grito de revancha!
Debes saber que en tus anónimas prisiones tenebrosas
hay reclusos libres de tu "libertad", clarividentes del mañana
que con laboriosas esperanzas y cóleras volcánicas
socavan tus prisiones y pedestales, palpitando sus furias telúricas,
desafiando tus guardianes, tus diluvios de metrallas y misiles!
Escucha, yanqui, tahúr de la mentira y la emboscada:
debes saber que aunque hoy sonrías triunfal
tras tu careta compungida o paternal,
mañana no encontrarás tierra de exilio
para tu vergüenza universal!
Escucha yanqui, es hora de hacer tu mea culpa:
tú te hiciste el juez, el gendarme, el verdugo del mundo,
y mañana el mundo liberado te juzgará y condenará!
En tu terrorista omnipotencia te creíste Dios,
te fingiste el redentor del universo por ti usurpado…
y ya por falso y por artero… ya mereces ser crucificado!

viernes, 21 de mayo de 2010

El laberinto del trabajador

El laberinto del trabajador

En el mundo capitalista el trabajador ha sido reducido a una parcela, a una casilla, a un núcleo invisible donde él se encuentra sólo, desarmado; ha sido despojado hasta de su conciencia para asumir el camino (y el derecho) de rebelión. “No he nacido para ser una máquina de escribir ni una calculadora…Le agradezco que tenga la energía necesaria para despedirme y le ruego que piense de mí lo que le plazca…En sus oficinas, de las que tanto bombo se hace, en las que tantos quisieran trabajar, no se habla nunca de cómo evoluciona un hombre joven. Me importa un rábano gozar de la ventaja que supone un sueldo mensual fijo. Sería una forma de decaer, de embrutecerme, de acobardarme, de anquilosarme. Le sorprenderá oírme usar expresiones semejantes, pero tendrá que admitir que estoy diciendo la verdad pura y simple”. Tal verdad, dicha con la humildad de que quien ha decidido jugarse la sobrevivencia para obtener la vida o la nada, forma parte de uno de los diálogos de la novela Los hermanos Tanner (1907) de Robert Walser (Suiza, 1878-1956). Y, por muy paradójico que resulte (sobre todo si creemos que el capitalismo ofrece avances laborales), tal verdad sería muy difícil que un trabajador de los comienzos del siglo XXI se atreviera a decírsela a su jefe.

El trabajador real de hoy es un ser mucho más (progresivamente) pasivo que el trabajador ficticio de Walser. No obstante, más allá de la propuesta de ficción literaria (pues la política y la economía nos imponen ficciones), cierto es que a partir de la década del 80 del siglo XX se aceleró el proceso de desmontaje de la conciencia crítica del trabajador. Observando el panorama mundial, incluso, con mayor fuerza, hoy, en los llamados países del primer mundo, pareciera que vamos camino a entregar, en paz, los logros que en otros momentos históricos costaron sangre. El colectivo ha sido desmembrado; el individuo ha sido paralizado, en mente y acción. El letargo generalizado es tal que no se perciben muchas señales de vida.

El capitalismo, en su carrera veloz hacia el desastre (recuerden que al monstruo en algún momento le estallará el estómago), impuso la pregunta y la respuesta de la sobrevivencia: entre la dignidad y la familia siempre vence el miedo. Y todo parece indicar que muchos, por miedo, están dispuestos a formar parte del ejército idiotizado (y masivo) de las grandes corporaciones a cambio de captar un poco de vida (la vida que no era vida). Cualquier nuevo intento que se pretenda impulsar para liberar al trabajador del siglo XXI, deberá estudiar (a fondo) la estructura de la tragedia invisible que hoy padecemos. El individuo ya no deposita su fe ni en la religión ni en la política; ahora, por sobrevivencia, la única fe permitida es la de la economía (el fundamentalismo económico). Y ante esa ley difícil será que un trabajador se atreva a levantar la voz contra el laberinto donde le han encerrado su existencia. Habrá que contar con los trabajadores que, ante la miserable pregunta, puedan responder que defienden por igual la dignidad, la familia y el mundo.
Edgar Borges

jueves, 20 de mayo de 2010

El factor dios

El factor dios

En algún lugar de la India. Una fila de piezas de artillería en posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre. En primer plano de la fotografía, un oficial británico levanta la espada y va a dar orden de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los disparos, pero hasta la más obtusa de las imaginaciones podrá 'ver' cabezas y troncos dispersos por el campo de tiro, restos sanguinolentos, vísceras, miembros amputados. Los hombres eran rebeldes. En algún lugar de Angola. Dos soldados portugueses levantan por los brazos a un negro que quizá no esté muerto, otro soldado empuña un machete y se prepara para separar la cabeza del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una segunda fotografía, la cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un palo, y los soldados se ríen. El negro era un guerrillero. En algún lugar de Israel. Mientras algunos soldados israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar le parte a martillazos los huesos de la mano derecha. El palestino había tirado piedras. Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones comerciales norteamericanos, secuestrados por terroristas relacionados con el integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa daños enormes en el edificio del Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos. Los muertos, enterrados entre los escombros, reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan por millares.
Las fotografías de India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las víctimas se nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la agónica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al principio, un episodio repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográfica más, realmente arrebatadora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de efectos especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes aplastadas, de huesos triturados, de mierda. El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena, de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáveres como si se tratase de basura. Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una inteligencia y a un sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir. Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel. Durante siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los talibán, una organización terrorista dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso connubio pactado entre la Religión y el Estado contra la libertad de conciencia y contra el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa.
Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia. Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el `factor Dios´, ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un dios, sino el `factor Dios´ el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el `factor Dios´ en lo que se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones. Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el `factor Dios´, ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.
José Saramago