sábado, 31 de julio de 2010

Pensar la violencia política desde la literatura peruana: El barco ebrio

Uno de los mayores aciertos editoriales de la historia de la literatura peruana ha sido titular la obra cuentística de Julio Ramón Ribeyro como “La palabra del mudo”. Nadie como el autor de “Silvio en el Rosedal” para ilustrar, a través de la literatura, el espíritu de una sociedad marginal en pleno proceso de integración a una comunidad que a su vez buscaba, y busca, su propia identidad. Ribeyro terminó dándoles a esos excluidos la voz que no tenían y que tampoco la asumió la política, o la sociología.
Es cierto que otros escritores notables también hicieron lo propio, dieron voz a través de sus obras literarias a diferentes sectores de la población que han sufrido, y sufren, la marginación que por siglos ha ejercido sobre ellos el centralismo y los regímenes políticos que, más preocupados en sus propios intereses que en los de la población de todo el país, no han podido mirar más allá de sus narices o más abajo de su ombligo. José María Arguedas, Ciro Alegría, Gamaliel Churata, César Vallejo, Manuel Scorza, Izquierdo Ríos, Galvez Ronceros, Alejandro Romualdo y un largo etcétera, no solo son nombres de la retórica académica sobre representantes de la literatura peruana, sino que son un ejemplo del interés y la necesidad de reflejar una realidad específica que han vivido de forma directa. La obra reunida de todos ellos bien podría resumirse en el título de Ribeyro.
Sin embargo, en algunos casos, como el de Arguedas y el del propio Ribeyro, el conflicto que se produce entre reflejar una realidad e interpretarla, conlleva a desencuentros con resultados fatales. El escritor no siempre presenta un análisis de una situación social, política o cultural en su obra, sino que la representa, la retrata, la simboliza y la convierte en un signo, un discurso, que le corresponde interpretar al lector, o al crítico, o el científico social, que previamente tiene su propio punto de vista del hecho al que se refiere el artista, y que no siempre son coincidentes. Esto no quiere decir que el escritor no analice su entorno o la realidad sobre la que va a crear, por el contrario, conoce tan bien esa realidad que no le es ajena ni difícil de recrear artísticamente, tal vez el problema esté en el sujeto que interpreta esa literatura, o expresión artística.
Esta hipótesis se ve claramente en “Sasachakuy tiempo, memoria y pervivencia, ensayos sobre la literatura de la violencia política en el Perú” (editorial Pasacalle, Lima, 2010, 160 pp.), último libro de Mark R. Cox, conocido profesor universitario estadounidense que se ha especializado en el análisis de la literatura peruana con contenido o expresiones sobre la violencia política que ha vivido el Perú en las últimas tres décadas. El libro recoge ensayos sobre este tema escritos desde tres perspectivas claramente definidas: la de los escritores andinos, la de los denominados ex insurgentes y la de los académicos.
En el primer grupo los escritores que han publicado obras, cuentos o novelas, desde su experiencia en la sierra peruana, escenario primigenio de la guerra emprendida por Sendero Luminoso en 1980, defienden su condición de testigos de muchos de los sucesos violentos y critican la actitud impostada y mal informada de los escritores que desde su experiencia citadina también abordan el tema de la violencia. Los escritores andinos son, sin embargo, más analíticos respecto al proceso de la guerra interna, y así lo demuestran en sus ensayos, que no son más que extensiones críticas de sus obras artísticas, sus ficciones.
En el caso del segundo grupo, los autores son actores directos o protagonistas de los hechos que narran en sus historias. Son doblemente testigos, tanto del contexto social como de los hechos de violencia. Tal vez por ello es que se les ve más alejados del aporte artístico y sus obras terminan siendo discursos dogmáticos envueltos en ficciones pobres. Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, no necesitó de discursos políticos para denunciar injusticias sociales como las que cuenta en su notable relato “Al pie del acantilado”, que es, como toda su producción narrativa, una obra de ficción salida de un hecho real. Corresponde, sea dicho una vez más, al lector o al científico social, sacar las conclusiones políticas o sociológicas que encierra esta obra maestra de la narrativa ribeyrana.
Precisamente en el tercer grupo de los textos recopilados por Cox se reúnen ensayos escritos desde la perspectiva de la teoría literaria, o si se quiere, desde el academicismo. Estos ensayos son más objetivos, se centran en la calidad de las obras y desde los hechos y personajes que allí se representan, analizan en qué medida reflejan la violencia vivida por el país y cuánto pueden influir con su mensaje en la conciencia del lector o de la sociedad.
Como es de esperar, hay posiciones encontradas en los tres grupos propuestos por Mark R. Cox. Sin embargo quiero referirme brevísimamente al análisis que hace Dante Castro sobre la premiada novela de Santiago Roncagliolo, “Abril rojo”, en la que encuentra tantos errores, desfases e incongruencias que hace dudar de la capacidad del jurado internacional que ha visto en esta historia una buena novela y ratifica el interés comercial de un tema que puede sorprender a lectores de otros países y no a nosotros.
Este es otro fenómeno que destaca a lo largo del libro de Cox. El interés por el tema de la violencia es temprano y no posterior al periodo de mayor violencia, como creen autores como el propio Roncagliolo, Alonso Cueto o Ivan Thais, que abordan el tema desde hace dos o tres años. Ya Mario Vargas Llosa tiene un intento fallido con “Historia de Mayta” (1984) y otro en “Lituma en los andes”, que también es una novela premiada internacionalmente, obviamente por el anzuelo económico que significa el nombre del arequipeño, pues ninguna de ellas alcanza niveles de alta calidad como otros de sus títulos harto conocidos. Antes de 1985 ya se premiaron y publicaron en el Perú historias con contenidos políticos y específicamente referidos a la guerra interna que empezaba a alcanzar niveles insospechados para la ciudadanía y cínicamente negados por los políticos y gobernantes.
Es, entonces, oportuna la pregunta sobre cuántos textos más habrá que traten el tema de la violencia y que no son conocidos o no han salido de los pequeños círculos que se forman en las ciudades del interior del país, ya que los referentes mencionados son “famosos” gracias a los premios internacionales. A Mark R. Cox le debemos un paciente estudio recopilatorio sobre este asunto. El 2008 tenía registrados 306 cuentos y 68 novelas por 165 escritores, más 30 novelas en inglés y 16 películas en español e inglés, pero esta cifra, reconoce, debe ser mucho mayor, pues es sabido que gran parte de la literatura que se produce en la sierra o selva no se conoce en Lima o en las principales ciudades del país.
Es importante el nuevo aporte de este profesor universitario, pues más que darnos una visión más amplia de las diferentes perspectivas literarias sobre el dramático periodo de violencia que ha vivido el Perú, nos hace reconocer que se deben tomar en cuenta otros documentos para aprender lecciones y evitar los errores que derivaron en tanta violencia y muerte. El informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación es uno de ellos, en él no hay ficción, a pesar de que el horror que provoca supera a todas las historias de famosos y anónimos escritores, y a todas las historias que aún se cuentan en tertulias y sobremesas, en las que se lamentablemente comprobamos que ningún peruano ha sido ajeno a tanto horror.

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